lunes, 31 de enero de 2011

Jeremías 31:9



Irán con lloro, mas 


con misericordias los 


haré volver, y 


harélos andar junto 


á arroyos de aguas, 


por camino derecho 


en el cual no 


tropezarán: porque 


soy á Israel por 


padre, y Ephraim es mi primogénito.

miércoles, 26 de enero de 2011

Asidos a Dios por A. W. Tozer



Gustad y ved. Salmo 34'8

Fue el canónigo Holmes, de la India, quien allá por 1920, llamó la atención al carácter inferencial que tiene la fe de muchos hombres. Para la mayoría de la gente Dios es una inferencia, no una realidad. Es una deduc­ción de evidencias que consideran adecuadas, pero El permanece desconocido para el individuo. "Debe haber un Dios —dicen— por lo tanto, creemos en él." Otros ni llegan siquiera a tanto. Conocen a Dios por lo que oyen hablar de él. Nunca se han preocupado de dilucidar el asunto por ellos mismos, y han puesto la creencia en Dios en el fondo de sus mentes, junto con otra variedad de conocimientos que tienen. Para muchos otros Dios no es más que un ideal, impersonificado como lo bueno, lo bello, lo verdadero. O lo consideran como el principio vital o el impulso creador del fenómeno de la existencia. Las nociones acerca de Dios son muchas y variadas, y aquellos que las sustentan tienen todos una cosa en común: no conocen a Dios en una manera personal. Ni siquiera se les ha ocurrido que esto pueda ser posible. Aunque no niegan su existencia, no creen que sea posi­ble conocerle como a cualquier otra persona o cosa.
Los cristianos, por supuesto, van más allá de esto, a lo menos en teoría. Su credo les exige creer en la perso­nalidad de Dios, y se les ha enseñado a orar: "Padre nuestro que estás en los cielos. "Ahora bien, la persona­lidad y la paternidad de una persona, conllevan la idea de conocerle personalmente. Esto lo admiten millones de cristianos, sin embargo. Dios no es más personal para ellos que para millones de no cristianos. Viven tratando de amar un ideal y de ser fieles a un mero principio.
Contra toda esta nube de vaguedad e incertidumbre se destaca la clara luz de las Sagradas Escrituras que afirman que es posible conocer a Dios personalmente. Una amante Personalidad domina toda la Biblia, cami­nando entre los árboles del huerto y respirando la fra­gancia de cada escenario. Siempre está presente como persona viva, hablando, rogando, amando, trabajando, y manifestándose personalmente cuando quiera y donde­quiera su pueblo tiene la receptividad necesaria para re­cibir esa manifestación.
La Biblia asume como hecho indiscutible que el hombre puede conocer a Dios, con la misma facilidad conque puede conocer cualquier persona u objeto que cae dentro de la esfera de su experiencia. Al referirse al conocimiento de Dios emplea los mismos términos que usa al tratar del conocimiento de objetos físicos. "Gus­tad y ved que es bueno Jehová'.' "Mirra, áloe y casia exhalan todos tus vestidos: en estancias de marfil te han recreado."
"Mis ovejas oyen mi voz." "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios." Estos son solo cuatro de los innumerables pasajes de esa clase que se hallan en la Palabra de Dios. Pero más importante que cualquier texto que citemos como prueba es el hecho de que todas las Escrituras conducen a esta creencia.
¿Qué otra cosa pueden significar estos versículos sino que en nuestro corazón tenemos órganos con los cuales podemos conocer a Dios con la misma facilidad conque conocemos las cosas materiales con los cinco sentidos? Conocemos el mundo físico por medio de las facultades naturales con que se nos ha provisto, y po­demos conocer a Dios por medio de facultades espiri­tuales, siempre que obedezcamos al Espíritu y sepamos usarlas.
Por supuesto, primeramente debe realizarse en el corazón una obra regeneradora. Las facultades del hom­bre no regenerado yacen dormidas en él. No las usa, y puede decirse que están muertas. Este es el castigo que cayó sobre el pecado. Al efectuarse la regeneración, el Espíritu reanima esas facultades, y este es uno de los grandes beneficios que recibimos en la obra de salvación realizada por Jesús en el Calvario.
Pero, ¿a qué se debe que los hijos e hijas de Dios se­pan tan poco de esa habitual comunión conciente que se ofrece en las Escrituras? La respuesta puede ser: se debe a nuestra crónica incredulidad. La fe es lo que hace que nuestro sentido espiritual comience a funcionar. Cuando la fe es defectuosa el espíritu se cierra, y nos hacemos insensibles interiormente y ciegos para las cosas espirituales. Este es el estado en que se encuentran muchos cristianos de hoy en día. No es necesario presentar prue­bas para apoyar esta declaración; basta que hablemos con cualquier cristiano por ahí o entremos a la primera iglesia que esté abierta.
Hay todo un mundo espiritual que nos rodea y nos ciñe, esperando que lo reconozcamos. Dios mismo está a la espera que reconozcamos su presencia. Ese mundo espiritual, eterno y gigantesco, se nos hará evidente y sustancial en el mismo momento que reconozcamos su realidad.
Acabo de emplear dos palabras que requieren ex­plicación, si es que la hay. Ellas son "reconocer" y “rea­lidad:”
¿Qué entendemos por "realidad"? Es aquello cuya existencia no depende de lo que yo, u otras personas, podemos pensar y concebir, algo que existe aunque no haya nadie que pueda pensar en ello. Algo real por sí mismo, que no depende del observador para su validez.
Sé muy bien que hay gente que hace chistes respecto al concepto de realidad. Son los idealistas, que urgen infinitas pruebas tratando de demostrar que fuera de la mente no hay realidad ninguna. Y son también los re­lativistas que dicen no haber en el universo ningún pun­to fijo a partir del cual se pueda medir algo. Ellos se ríen de nosotros, y nos califican con el mote, despectivo para ellos, de "absolutistas!' Pero el cristiano no pierde la serenidad por ello. Más bien se ríe a su vez de los que lo tratan así, porque sabe que hay un Absoluto, y ese Ab­soluto es Dios. Y sabe también que ese Ser Absoluto ha creado el mundo para el uso del hombre, y aunque no hay nada fijo o real en el significado de las palabras (cuando aplicadas a Dios) para todos los fines de la vida humana se nos permite proceder como si lo hubiera. Y cada ser humano procede así, excepto los que están mentalmente enfermos. Estos seres infortunados tam­bién tienen problemas con la realidad; pero son tercos, y quieren vivir solo de acuerdo con sus propias ideas que se han formado de todas las cosas. Son sinceros, pero de­bido a esa misma sinceridad y honradez, se han creado un problema social.
Los idealistas y los relativistas no están mentalmente enfermos. Demuestran su buen sentido viviendo de acuerdo a nociones verdaderas de la realidad, aunque teóricamente las están rechazando. Las ideas de estos pensadores serían mucho más dignas de respeto si ellos vivieran conforme a lo que dicen, pero se cuidan muy bien de hacerlo. Sus ideas surgen del cerebro, no de la vida. Cada vez que algo afecta su vida, repudian sus propias teorías y viven igual que los demás.
El cristiano es demasiado sincero para ponerse a ju­gar con las ideas por el puro gusto de hacerlo. No le agrada tejer telas solo para darse el placer de exhibirlas. Todas sus creencias son prácticas y están engranadas en su vida. Por ellas vive, o muere, está en pie, o cae, en este mundo y para la eternidad. El cristiano no encuen­tra placer en la relación con personas cuya sinceridad no le inspira confianza. Por eso prefiere alejarse de ellas.
El hombre sencillo y sincero sabe que el real. Cuando llega al uso de razón se da cuenta de que existe, y vive en él. El mundo lo estaba esperando cuan­do él nació, y el mundo le dirá adiós cuando él parta para la eternidad. Por su profunda sabiduría de la vida, es más sabio que millones de hombres que dudan. Para­do sobre la tierra siente el viento y la lluvia golpearle el rostro, y sabe que estas cosas son reales. Durante el día ve el sol, y durante la noche contempla las estrellas. Ve el rayo brotar del vientre de las nubes de tormenta, y oye los sonidos de la naturaleza y los gemidos y quejidos de] alma humaría. Sabe muy bien que todo esto son cosas verdaderamente reales. Por las noches se acuesta en la mullida tierra sin temor de que ésta sea una ilusión, que podría desaparecer mientras duerme. Cuando ama­nezca, el firmamento azul seguirá sobre él, y la tierra se­guirá siendo su cama, y las peñas y los árboles lo segui­rán rodeando, como lo hacían cuando se acostó. Por eso vive y se regocija en un mundo real.
Por medio de sus cinco sentidos se relaciona con el mundo de la realidad, y las facultades que Dios le ha da­do lo ayudan a utilizar todo lo que necesita para vivir en el mundo en que vive.
Bien. Por propia definición sabemos 'que Dios es real. Es real en el sentido único en que solo Dios puede serlo. Todas las otras realidades dependen de la de él. La Gran Realidad es Dios, de quien dependen todas las otras realidades inferiores, las cuales constituyen la suma de lo creado, incluyendo a nosotros mismos. La existen­cia de Dios no depende de lo que nosotros pensemos de él, porque él tiene una existencia objetiva, aparte de cualquier noción que nosotros tengamos. El corazón que lo adora no está creando el Objeto de su adoración. Lo encuentra aquí y ahora, cuando despierta de su sueño espiritual en la mañana de la regeneración.
Otra de las palabras que debemos aclarar es "reco­nocer." Esta palabra no significa ver o imaginar algo. El imaginar no es un acto de fe. Las dos cosas no solo son diferentes sino que se oponen la una a la otra. La ima­ginación proyecta imágenes ficticias, y trata de asignar­les realidad. La fe no crea nada: sencillamente reconoce lo que ya está allí.
Dios y el mundo espiritual tienen existencia real. Podemos contar con ellos con tanta seguridad como lo hacemos con el mundo familiar que nos rodea. Tenemos delante de nosotros las cosas espirituales invitándonos a que las reconozcamos.
Nuestra dificultad estriba en que tenemos malos há­bitos de pensamiento. Por lo corriente pensamos del mundo visible como el único real, y ponemos en duda la realidad de cualquier otro. No negamos la existencia del mundo espiritual, pero nos cuesta aceptar que sea real en el pleno sentido de la palabra.
El mundo de los sentidos se introduce continuamen­te, y capta nuestra atención diaria a todo lo largo de nuestra vida. Es clamoroso, insistente y acaparador. No apela a nuestra fe. Asalta a nuestros cinco sentidos, y exige que lo reconozcamos como la cosa más real y defi­nitiva. Y el pecado ha empañado de tal modo los crista­les de nuestro corazón que no podemos ver la otra reali­dad, La Ciudad de Dios destellando alrededor nuestro. El mundo de los sentidos es el que triunfa. Lo visible se constituye enemigo de lo invisible; lo temporal se opone a lo eterno. Esa es la herencia que Adán dejó a sus des­cendientes.
En la raíz de la vida cristiana descansa la creencia en lo invisible. El objeto de la fe cristiana es la realidad in­visible.
Nuestro erróneo modo de pensar, acuciado por la ceguera natural de nuestro corazón, y la ubicuidad intru­sa de las cosas visibles, tienden a formar el contraste entre lo espiritual y lo real. Pero la verdad es que no hay tal contraste. La antítesis yace en otra parte: entre lo real y lo imaginario; pero nunca entre lo espiritual y lo real. Lo espiritual es real.
Si vamos a elevarnos a las regiones de la luz y el poder espiritual que nos marcan las Sagradas Escrituras, debemos perder el mal hábito de ignorar lo espiritual. Debemos trasladar nuestro interés de lo visible a lo invi­sible, porque la gran Realidad invisible es Dios. "Es menester que el que a Dios se allega, crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan" (Hebreos 11:6). Esto es fundamental en la vida de fe. Desde aquí podemos elevarnos a alturas inimaginables. El Señor Jesucristo dijo, "Creéis en Dios, ¡creed también en mí!” Sin lo primero no puede ocurrir lo segundo.
Si realmente deseamos seguir a Dios debemos procu­rar vivir en otro mundo. Digo esto sabiendo bien que las gentes del mundo han usado estas palabras en forma despectiva y las han aplicado a los cristianos en forma de reproche. Que así sea. Cada hombre tiene que elegir su propio mundo. Si aquellos que, voluntariamente segui­mos en pos de Cristo, elegimos deliberadamente el Rei­no de Dios, porque eso es lo único que nos interesa, no veo por qué hayan de oponerse a nuestra decisión. Si perdemos a causa de ello, la pérdida es solo nuestra; si ganamos, a nadie le robamos lo que es suyo. El "otro mundo," que es el objeto del desdén de este mundo, y el canto de burla de los borrachos, es el punto de destino que hemos elegido y al cual nos dirigimos con santa pa­sión.
Pero debemos evitar el error común de poner ese mundo exclusivamente en el futuro. No es un mundo futuro, sino presente. Es paralelo a nuestro familiar mundo físico que conocemos, y las puertas de acceso para ambos están abiertas. El escritor de la carta a los Hebreos dice: "Os habéis allegado (y el verbo está en tiempo presente) al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, y a la congregación de los primogé­nitos que están alistados en los cielos, y a Dios el juez de todos y a los espíritus de los justos hechos perfectos, y a Jesús el mediador del nuevo testamento, y a la sangre del esparcimiento, que habla mejor que la de Abel" (He­breos 12:22-24). Todas estas cosas están en contraste con "el monte que se podía tocar, el sonido de la trom­peta y la voz de las palabras que se podían oír" (He­breos 12:18-19). ¿No podemos concluir que así como el monte Sinaí podía ser aprehendido por los sentidos del cuerpo, podemos aprehender la realidad del monte Sión por medio de los sentidos del alma? Y esto no por nin­guna artimaña de la imaginación, sino en un sentido real y verdadero. El alma tiene ojos que ven y oídos que oyen. Tal vez están débiles por el poco uso que les damos, pero por el toque del Espíritu Santo pueden re­cuperar su fuerza y ser capaces de poseer la vista más aguda y el oído más fino.
Cuando comenzamos a enfocar la mirada de Dios, las cosas del espíritu empiezan a cobrar forma en nues­tra vista interior. La obediencia a la palabra de Cristo nos trae la revelación interior de la Deidad (Juan 14.21-23). Nos da una percepción espiritual más aguda, que nos permite ver a Dios tal cual él lo ha prometido a los limpios de corazón. Se apoderará de nosotros una nueva conciencia de Dios, y empezaremos a gustar y a oir y a sentir interiormente que Dios es el todo de nuestra vida. Veremos brillar constantemente la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. Nuestras faculta­des internas se harán más y más perceptivas, y Dios ven­drá a ser para nosotros el Gran Todo, y su presencia la gloria y la maravilla de nuestra vida.
Oh, Dios, aviva en mí todas mis facultades espiri­tuales, para Que pueda echar mano de las cosas eternas. Abre mis ojos, para que pueda ver; dame aguda percep­ción espiritual, dame la capacidad necesaria para gustar de Ti, y saber que eres bueno. Haz que el cielo sea más real para mí que ninguna cosa de la tierra, amén.

JESÚS PALABRA DE DIOS



Con Cristo, la Revelación alcanzó la cima de su apogeo, siendo imposible cualquier
enriquecimiento ulterior: Cristo ha henchido las medidas de toda automanifestación de Dios
a los hombres. El caudal, pues, de la Revelación no puede aumentar, pero estamos siempre
colocados frente al problema de ahondar en la realidad descubierta por ella, de penetrar
más y más en el conocimiento de los misterios de Dios. La Revelación, cierto, no crece en
los creyentes, mas éstos sí que aumentan en la comprensión de aquélla. Descubre la
Revelación los misterios de Dios que ningún espíritu creado llegaría jamás a entender
plenamente. He aquí por qué hay que tenerla siempre ante la vista, posibilitando así el
proceso indefinido de nuestra inteligencia acerca de los dogmas. Podríanse comparar los
dogmas particulares, los definidos en determinado tiempo, a unos anillos anuales que
marcaran el crecimiento de un árbol. A este crecer en comprensión de la Iglesia en la
Revelación es a lo que nos referimos cuando hablamos de la "evolución de los dogmas".
La creencia de que la automanifestación de Dios ha logrado su punto culminante y
absoluto en Cristo pertenece al contenido de la Revelación. Dan fe de ello la Sagrada
Escritura y la Tradición oral.